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19 de junho de 2018 às 07:45 20 views

 

La que me dio la vida. La que me vio nacer. La que rozó mis mejillas con sus labios por primera vez. La que me cogió por primera vez la mano. La que me miró como se mira aquello que amarás para toda la vida. O más.
La que sonrió viendo mis primeros pasos. Desde mi primer tropiezo hasta el último, allá donde esté. La que me escuchó decir “mamá” por primera vez y lloró de la emoción. La que me explicó el por qué el mundo es como es desde sus ojos.
La que me vio cambiar los dientes. La que convirtió mi cumpleaños en un recordatorio de felicidad infinita. La que me cosió los disfraces, la que me curó las heridas, la que me cuidó cualquier gripe o anginas. La que me dio la mano cada noche que no podía dormir.
La que me miró siempre orgullosa. En mi primer día de colegio. En mi primer día de instituto. Y en el último. Y en la universidad. La que compartió mis lágrimas con cada suspenso y mis lágrimas de alegría cuando terminé la carrera.
La que siempre estuvo pendiente de mí. La que me pedía que la avisase cuando llegase, que tuviese cuidado, que vigilase mi primera copa. La que me levantaba siempre antes de que la resaca hubiese terminado. La que me preparó comida incluso a los 10 años de vivir fuera de casa. La que siempre me llamó porque no era lo mismo escuchar mi voz que un whatsapp. La que me mandó cadenas de mala suerte si no las re-enviabas. La que me pedía fotos me fuese al pueblo de al lado o al otro lado del mundo.
La que me quiso siempre, sin peros, sin condiciones, sin excepciones. Todos y cada uno de los días que lo pudo hacer. La que me enseñó que no hay nada en este mundo más fuerte y más grande que el amor de una madre.


 

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